lunes, 12 de diciembre de 2011

Serendipias francas encajadas. Luis el Piadoso (IV)


Bernardo se recuperó, por algo y para algo era el Canciller del obispado, volvió a clavar una dura mirada en Luis “el Piadoso” y le dijo:

-Ni peros ni peras, le diré lo que vamos a hacer AHORA MISMO, llamaremos al degenerado de su hijo Carlos “el Calvo”, si puede ser antes de que llegue a la parroquia de San Luis ¡mierda! –dijo para si, sin darse cuenta siquiera de que tal exabrupto no cuadraba en absoluto con su condición eclesial- ¡hoy es viernes! ¡espero que lleguemos a tiempo!. Le diremos que espere en la puerta, bueno, se lo va a decir usted, que para algo es responsable de cómo le ha salido esa mala bestia que tiene por hijo, enviaremos para allí un coche del episcopado que le recogerá, no le diga nada de preparar maletas, no quiero que esté sobre aviso, en cuanto suba lo llevaran directo a una Casa de Ejercicios Espirituales, va a hacer un retiro sine die, y más vale que este acostumbrado al cilicio porque sino se va a acostumbrar, puedo asegurárselo.

Luis el Piadoso, aun replicó débilmente:

-Pero ¿y su trabajo? da clases de religión para niños de primaria en una escuela de la Obra…

-¡Dios mío! –volvió a tronar Monseñor- Dios mío…-continuo mucho más débilmente-, nooo, de la Obra no, ¡por favor Señor! ¡escucha a tu siervo! ¡que ese engendro de Satanás no haya hecho nada allí!

El canciller pasó su propio teléfono móvil –no deseaba mezclar al fijo del obispado- al atónito Luis el Piadoso, y le increpó para que llamase inmediatamente a Carlos el Calvo y le notificase las instrucciones a seguir.

Luis realizó la llamada bajo el atento escrutinio del canciller Bernardo, y pasó las instrucciones a Carlos el Calvo quien, confundido pero como buen hijo que era, le dijo a su padre que las seguiría. Cuando llegó a la parroquia de San Luis, tras acabar la clase matinal de los viernes, le esperaba un coche con los cristales tintados, era el del episcopado, se dirigió a él y, picando en la ventanilla del conductor, se identificó. Inmediatamente se abrió la puerta trasera y asomó un sacerdote, muy robusto –más aún que Carlos el Grande, el funcionario del Registro de la Propiedad Intelectual- que le dijo sin el menor asomo de amabilidad un escueto e imperioso:

-¡suba!

Carlos el Calvo, se subió al coche, el trayecto fue largo y, pese a sus múltiples preguntas, nadie contestó a uno solo de sus interrogantes, ni el chofer ni el acompañante, apenas le dirigían otra cosa que no fuesen miradas de indisimulado desprecio. Tras horas de viaje alcanzaron un caserón rural, con todo el aspecto de una prisión o fortaleza, la verja de la entrada se abrió automáticamente en cuanto las cámaras de seguridad reconocieron al vehículo que se acercaba a ella. El coche frenó a la puerta del caserón, allí aguardaba un hombre con hábito de fraile, el acompañante de Carlos, sin moverse del asiento le abrió la puerta y dijo –con la misma escasa amabilidad que al inicio del trayecto-:

-¡baje!

El aturdido pero obediente Carlos el Calvo se apeó del vehículo, inmediatamente el fraile le cogió por un brazo y dijo

-¡vamos!

Pese a las numerosas preguntas de Carlos el fraile no respondió a una sola, simplemente lo llevo a una austera celda, una vez llegados allí le dijo:

-Ésta será su celda, a partir de ahora es simplemente el hermano Boecio, la regla aquí incluye voto de silencio, a mi me han dado una dispensa especial del arzobispado para poder recibirle, ahí tiene el cilicio, uselo inmediatamente.

Empujó al anonadado Carlos dentro de la celda y, antes de que éste se diese cuenta, cerró con llave la misma, en la habitación había apenas un camastro, un orinal, una jarra con agua y, en un tosco anaquel, tres libros: La Santa Biblia (versión Jerusalén), Camino y…Consolatio Philosophae, de Boecio.

Así perdió Carlos el Calvo su agradable reino, sin siquiera saber porqué, en realidad lo más próximo a una respuesta hubiera podido hallarlo en las páginas de Boecio.

Sin embargo, de todo aquel entuerto, resultó un inesperado beneficiario, y es que Fortuna –como bien decía Boecio- es caprichosa, su rueda giró y la suerte de Lotario cambió.

Para compensar el rápido e irregular enclaustramiento –nunca mejor dicho- de Carlos el Calvo, que implicaba la vulneración de un montón de normas de la ley civil, unas cuantas del derecho canónico e, incluso, suponía encubrimiento caso de haber existido víctimas de los horribles actos que el Canciller Bernardo había atribuido sin dudar un segundo a Carlos el Calvo –cómo no habían existido tales actos tampoco existían víctimas, pero eso Monseñor lo ignoraba-, el arzobispado contrató como profesor adjunto a Lotario, Carlos no podía protestar, Luis el Piadoso no salía ni de su asombro –porque aún no sabía que había pasado- ni de una súbita depresión que no le permitía más que murmurar :

-el pneuma, ha sido cosa del pneuma…que le pregunten a Carlomagno.

Cosa que ni su atribulada esposa Judith ni su amigo Eginardo entendían, de hecho pensaban que era signo de demencia ante los espantosos y dramáticos acontecimientos que habían sacudido a la familia.

Lotario, por su parte, si bien sospechaba –porque ludópata era, pero tonto no era- callaba, dado que la relación con su hermano había devenido de distante a inexistente y dado que el arzobispado lo beneficiaba, simple y llanamente, callaba.

Como se ha dicho Lotario no era tonto, de hecho era doctorado en Matemáticas, de no ser por la ludopatía –que le impulsaba a jugar arriesgadamente solo por la subida de adrenalina que tal riesgo comportaba- pudiera haber sido profesional del juego aplicando sus conocimientos matemáticos al mismo, por otra parte gozaba de la misma sólida formación religiosa que su hermano, y coincidía con él en una cosa: no tenía problemas de fe, sucedía que la ausencia de problemas era de signo contrario.

Dicha formación religiosa y su doctorado en matemáticas –en los números había salido a su padre, pero con una capacidad notablemente incrementada- le valieron el puesto que le ofreció el arzobispado. Dados los supuestos antecedentes fraternos el obispo Ebbon no quiso ni oir hablar de una escuela de enseñanza primara ni tampoco de la ESO, por tanto, Lotario fue “colocado” como profesor adjunto a una cátedra de Matemáticas en una prestigiosa Universidad dependiente de la Santa Madre Iglesia.

Lotario estaba encantado con el puesto, de repente se encontró con unos ingresos inesperados y mucho más abundantes de los que gozaba hasta aquel momento, en el casino empezaron a mirarle con mejores ojos –dado que aunque ludópata, de hecho, no constaba como tal, de derecho- y, además…otros ojos lo miraban con notable interés. Se llamaba Laura, era estudiante de 2º de la licenciatura de Matemáticas, tenía 20 añitos como 20 soles, a Lotario jamás le habían interesado los niños en ningún aspecto –a Carlos tampoco, bueno, sí, en uno: el educativo- pero no tenía el menor problema en mujercitas veinteañeras, menos si se llamaban Laura y afirmaban en público que pretendían llegar vírgenes al matrimonio, mientras…no tenían inconveniente en recibir discretas clases particulares de…discretos crápulas –ya se sabe que cierto tipo de “canallismo” otorga cierta aura, el aura de lo prohibido, y Lotario, a diferencia de su hermano Carlos, no estaba calvo-.

La vida de Lotario mudó así en algo completamente feliz –bueno, sino completamente cuando menos cercano a la felicidad-, amaba a Laura –en sentido bíblico- y no pensaba en lo más mínimo en el matrimonio, tenía dinero –pese a la ludopatía- y un prestigio social del cual jamás había gozado.

Un día llamaron a la puerta de su despacho de profesor universitario, Lotario dijo un automático

-Adelante-

La puerta se abrió y apareció su primo Luis -llamado el Germánico, porque su familia había emigrado a Alemania, no con la masa trabajadora, sino debido a que su padre había asumido un cargo directivo en una muy católica empresa bávara, casualmente vinculada a la Obra-, le acompañaba su hija Gisela, una preciosa mujer de 23 años, de pelo castaño oscuro y piel dorada, bronceada, muy bronceada, con ese moreno cobrizo que solo dan ciertas pieles doradas, y una mirada…

(continuará) 




Jorge Romero Gil 


 

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