miércoles, 14 de diciembre de 2011

Serendipias francas encajadas. Lotario (II)


Cuando avanzaba por el pasillo hacia el despacho de Lotario, Laura, se cruzó con una llamativa –más bien espectacular- mujer, más alta que ella, con una casi salvaje melena de color castaño oscuro, cuidadosamente descuidada, vestida con una ceñidísima y breve camiseta y con unos aparentes simples shorts tejanos –en realidad de una marca carísima, Laura lo pudo apreciar, conocía esas cosas-, ambas piezas dejaban ver una abundante porción de su piel dorada y profundamente bronceada y, también, en su parquedad, exponían una esplendida anatomía. La mujer no se fijó en Laura, parecía algo ensimismada pero ampliamente satisfecha, la sonrisa que cruzaba su rostro no dejaba lugar a dudas. Laura pensó -¡Qué desvergonzada!- y aunque supo calibrar perfectamente su belleza no puedo evitar que, automáticamente, le cayese mal, tal vez por algo de envidia, por los dones naturales de la desconocida y por el atrevimiento que toda ella denotaba y al que Laura… no osaría nunca atreverse.

Laura, sin alcanzar la exuberancia de la desconocida, distaba mucho de no poseer encantos, todo lo contrario, poseía una buena cantidad de ellos. No era ni demasiado alta ni demasiado baja, morena, de pelo y de tez, con una cara sin duda hermosa y, algo más: atractiva. Las proporciones de su cuerpo eran impecables, pero todo ello quedaba algo desdibujado por su clasicismo en el vestir, más bien podríamos llamarlo “castidad indumentaria” –por lo demás, fuera de las formas y la indumentaria, Laura no era en absoluto casta, pero ella, siguiendo un criterio particular y peculiar, consideraba que el hábito hace al monje, así que se hubiese asombrado sinceramente si alguien hubiese puesto en duda la existencia de su, sin duda, inexistente castidad-. En público afirmaba siempre que era virgen, es más, se ruborizaba al utilizar esa palabra, prefería hablar de su “flor”, y decía que pretendía llegar al matrimonio con su flor intacta, en privado no tenía el menor problema en recibir atenciones particulares.

Hay que aclarar que no era hipócrita, estaba convencida que las “clases particulares” –que recibía, además, de su muy atractivo profesor Lotario, así que consideraba que todo venía a quedar en casa, algo así como parte de su formación- eran cosa particular, que además no estaban ni sacralizadas ni bendecidas y que, como un matrimonio civil, en el fondo no tenían validez, luego no existían, por eso mismo cuando iba a confesarse, con toda sinceridad, decía a su confesor que su “flor” se mantenía incólume, a fin de cuentas, pensaba ella, si las relaciones que mantenía eran inexistentes su “desfloramiento” -más que consumado- también lo era, por tanto, a efectos teológicos más que prácticos –de su teología particular, hay que decirlo- su virgo se mantenía y se mantendría intacto hasta el matrimonio, que, en su día, se realizaría con Francisco Javier, un estudiante de Derecho de buenísima familia –como la de Laura- al que conocía desde la infancia, y que, desde los 17 años, era su novio formal, tan formal que formalmente había pedido su mano a su señor padre para un futuro matrimonio, en cuanto él acabase la carrera y pasase a integrarse en las filas de un prestigioso bufete –cosa que ya estaba prevista-.

Francisco Javier respetaba muchísimo a Laura, él no pretendía llegar virgen al matrimonio ni siquiera especulativamente, como Laura, pero su estricta educación le hacia creer que habían dos tipos de mujeres su “santa” –de momento prometida y después esposa- y las otras, a la “santa” pensaba respetarla en lo físico hasta haber pasado por la vicaria –en el convencimiento, además, que las tajantes afirmaciones de Laura en relación a su virginidad eran ciertas, convencimiento reforzado por la sincera sinceridad que ella mostraba al respecto-, las otras pues…eran harina de otro costal, como seguirían siéndolo después de haber pasado por la vicaria. Eso sí, respetando siempre moralmente a su “santa” –respeto que no pensaba perder ni cuando la hubiese desvirgado, una vez bendecidos sus lazos, y tras haber esperado tantos años- y no provocando el menor escándalo público, ahora, las otras y lo privado…Francisco Javier tampoco era hipócrita, creía sinceramente, como Laura, que su comportamiento era irreprochable.

Habíamos dejado a Laura avanzar por el pasillo del Departamento de Matemáticas de su Universidad, en dirección al despacho de Lotario, aquella tarde había concertado con él una de sus “clases particulares”, esta vez en su despacho –Lotario se había mostrado algo reticente, quería llevarla al discreto hotel dónde, habitualmente, le daba esas “lecciones”, pero Laura había insistido: estaba vez quería recibir la clase en el despacho académico de Lotario, y Lotario, había accedido-. Laura llevaba una cinta rosa (marca Prada) que recogía su pelo –de haberlo llevado suelto hubiese lucido como la descuidadamente cuidada melena de la desconocida-, una blusa blanca (Versace) abrochada casi hasta el cuello -solo un par de botones desabrochados para poder mostrar una discreta, y carísima, gargantilla, regalo de Francisco Javier-, “rebeca” rosa (Nina Ricci) encima de la blusa, y falda (Armani Collezioni) de un tono pastel que caía más allá de las rodillas, no hasta los tobillos, pero si a una púdica media pierna.

Laura llegó a la puerta del despacho de Lotario, golpeó un par de veces y tras un escueto y educado:

-¿Se puede?

Abrió la puerta de manera automática y entró decidida en la habitación, tras cerrar la puerta no vio a Lotario pero sí lo escuchó, se encontraba en el pequeño lavabo adjunto al despacho, oía el grifo abierto y como caía el agua. Laura, con la confianza que daban los dos años largos de “clases particulares”, asomó su cabecita por la puerta, abrió los ojos como platos y exclamó:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Madre Santa! ¡Ave María Purísima!

Lo cierto es que tan pías exclamaciones eran un tanto incongruentes puesto que su causa era la imagen de Lotario, despojado de sus pantalones y calzoncillos, luciendo una enorme erección y lavando como podía una notable y sospechosa mancha de sus pantalones.

Las expresiones no las provocaban el lavado, Laura ni siquiera se fijaba en lo que hacia Lotario, solo tenía ojos para una cosa: “el” cipote –con perdón-, porque aquello no era el pene de Lotario, se había convertido en algo más, no en un pene, no en un cipote, sino en el rey de todos los cipotes, era un señor cipote, era…”el” cipote.

Las “clases particulares” de Laura habían contemplado y disfrutado de numerosas erecciones de la masculinidad de Lotario, pero nunca, absolutamente nunca, esa masculinidad había alcanzado tal estado y tales dimensiones.

Laura, arrobada, enrojecida más bien –y en absoluto por escándalo, sus colores los provocaban otros sentimientos-, contemplaba aquello entre suspiros y, repetimos, expresiones que eran propias de su profunda convicción y formación religiosa pero impropias de la circunstancia.

Lotario, se volvió hacia Laura, ni siquiera medio palabra, solo pensó:

-¡Por fin! ¡ahora verás Laura de que va el tema de la clase de hoy! ¡"cum laude" te voy a poner! ¡pero fijo!

Agarró a Laura por la cintura, la atrajo hacia sí e hizo algo que no había hecho nunca con ella: tratarla con una pasión desmedida, o mejor dicho, con una pasión bien medida: la ajustada a la medida de “el” cipote.

No nos equivoquemos, los encuentros con Laura y las “clases particulares” siempre habían sido tórridas, pasionales y satisfactorias para ambos, Lotario era un buen, de hecho muy buen, amante, y Laura…también, solo que Laura pensaba que era inocente y que, en consecuencia, sus cualidades como amante no contaban –no estaban bendecidas ni sacralizadas, así que no contaban y se consideraba inocente y sin macula, no de hecho pero sí de derecho, y a ella le importaba, en eso, la cuestión de derecho, de hecho, Francisco Javier, se hubiese asombrado de los complejos razonamientos teologales y legales de su prometida, se habría quedado con la boca abierta más bien, porque la argumentación, realmente era elaborada e…impoluta-. Pero el salvajismo, apasionamiento y virulencia –en sentido positivo- de este encuentro era algo nuevo, desconocido hasta entonces para ella y, ahora, magníficamente conocido. Laura repetía:

-¡No!. Lotario, ¡no!, ¡por favor! ¡no! ¡respétame! ¡si me quieres respétame!

Pero lo decía mientras con ansiedad buscaba “el” cipote. Aquellas palabras habían sido siempre parte de sus juegos amorosos, eran casi un protocolo propio de los prolegómenos de las “clases particulares”.

Lotario, que habitualmente seguía el juego y respondía con frases que supuestamente “convencían” a la más que convencida Laura de renovar la entrega de su virtud, no estaba hoy para esas diplomacias. Literalmente le arrancó la cinta del pelo y la lanzó al otro lado del escritorio -Laura nunca se quitaba la cinta, consideraba, siguiendo sus particularísimos criterios, que mantenerla puesta era más “decente”, Lotario lo sabía, pero no quería en lo más mínimo una Laura decente ni tampoco deseaba hacerla sentirse decente, quería que disfrutase como quería disfrutar él: de forma por completo indecente, no deseaba un placido paseo en barca sino navegar en la tormenta, y que la vorágine de la misma la sintiese y compartiese ella-. Tampoco se molestó en desabrocharle la blusa, sencillamente arrancó los botones de un tirón, y blusa y rebeca unidas siguieron el camino que había abierto la cinta de Prada, los sostenes –púdicos pero caros, eran Dondup- fueron tratados con tan poco miramiento como lo habían sido las otras piezas de ropa. Laura no salía de un gozoso asombro, que era gozoso quedaba claro porque los pechos que recibieron a la cara que Lotario hundió en ellos estaban duros y los pezones erectos, aún más, erectísimos. Tan gozoso era el asombro que Laura se olvidó de su habitual parafernalia “pudorosa” y ahora exclamaba:

-¡Así! Lotario ¡así!, sigue, sigue, ¡no pares! ¡chupame bien las tetas! –palabra, esta última, que Laura jamás había pronunciado, siempre decía “pechos”-, ¡eso es! Lotario ¡eso es!

Lotario estaba desbocado, buscó la boca de Laura, ahora desmelenada –literalmente, pues su hermosa y larga cabellera morena se movía ahora libre de sus atávicas y formales ataduras, y metafóricamente también, porque toda ella se había sacudido de golpe muchas otras ataduras, esas que con tanto ingenio como habilidad, porque Laura no tenía un pelo de tonta, había sorteado para manteniendo su estricta moralidad vulnerarla por completo-, el beso fue de época: lengua contra lengua, saliva contra saliva, saboreando, casi absorbiendo la boca del otro.

Tras el largo beso Lotario fue directo a la falda de Laura, la “Armani Collezioni” voló rozando el techo del despacho, le siguieron a toda velocidad las braguitas del conjunto “Dondup”, dejando al descubierto el pubis –cuidadosamente rasurado, cosa que hubiera asombrado muchísimo a su prometido, que estaba convencido que a la inocencia de Laura correspondería un pubis frondoso- y, en la entrepierna, aquel túnel en el que “tan poco rato dura la vida eterna” –como dice el poeta y cantante-, y hay que reconocer que el túnel estaba húmedo, muy, muy húmedo. Primero fue la mano de Lotario, luego su boca, las que exploraron aquellos sagrados, recónditos y húmedos rincones de Laura, ésta ya ni siquiera exclamaba, solo gemía, de vez en cuando y muy entrecortadamente decía:

-¡Increíble! ¡oh Dios! ¡es increíble! ¡así amor mío, así!

Acto seguido, Lotario quiso explorar aquel túnel con “el” cipote, pero Laura, pese al éxtasis en que se encontraba, le detuvo:

-¡No! ¡aún no! –le dijo- primero esto.

Y pasando del dicho al hecho bajó su cabeza hacia aquella enhiesta magnificencia y aplicó su boca a la misma. Laura no quería por nada del mundo que aquello concluyese de prisa, repentinamente, deteniendo no el encanto de la ilusión romántica sino el de lo que era una cruda y majestuosa realidad, así que saboreó, despacio, muy despacio, su lengua se movía hábil, concienzuda y casi científicamente con aquel bien de Dios en su boca, ahora era a Lotario a quien le tocaba gemir y ¡por todos los santos que lo hacia!

Cuando Laura estuvo satisfecha apartó su boca de aquella auténtica deidad priapica, y dijo

-Ahora sí, pero ni se te ocurra “irte” antes de tiempo.

Lotario, más que responder soltó una especie de gruñido y, sí, por fin, “el” miembro se introdujo en el túnel de Laura, el ímpetu era el de cien “Aves” lanzados a toda pastilla y con el viento a favor, las embestidas se seguían una tras otra, a cada cual con mayor fuerza y empuje. Laura no podía creer lo que estaba pasando y lo que estaba notando, vestida únicamente con la gargantilla y los zapatos de tacón plano, con su melena liberada –símbolo de otras muchas liberaciones, cómo ya se ha dicho- y…con un orgasmo tras otro. Al cabo de un rato, Laura susurró, suavemente al oído de Lotario:

-Ahora, amor mío, ahora, correte ya, por favor, hagámoslo juntos en este orgasmo, que si sigues así me voy a desmayar…

Y Lotario dejó fluir sus fluidos, eran tales que la mancha que aún señoreaba sus pantalones –que no había acabado de adecentar- hubiera quedado convertida en mera anécdota, en poco más que una manchita.

Cuando la fuente cesó, Laura, gimió débilmente, Lotario jadeaba y Laura murmuraba:

-El paraíso, ha sido el paraíso, creo que ya no soy virgen, y eso que no hemos intercambiado votos…

Entreabrió sus ojos y buscó los de Lotario, para su sorpresa, del todo agradable, encontró en ellos deseo, mucho deseo, y para su sorpresa, no menos agradable, “el” miembro seguía siendo “el”. Volvieron a empezar, parecía el eterno retorno que, en su día, Carlos el Grande había evocado en el Registro de la Propiedad Intelectual a Benito mientras este último ingería ananás.

Laura había llegado al despacho de Lotario a eso de las tres de la tarde, normalmente las clases particulares en sí duraban entre tres cuartos de hora y una hora –tiempo que ya era más o menos considerable, considerando que hay quien esas clases las da en cinco o diez minutos, incluyendo cigarrillo quince-, charlas y otras cuestiones aparte. En esta ocasión la “clase” acabó a las siete de la tarde, y sin charlas ni otros “apartes”. Cuando, de mutuo acuerdo, unos feliz e increíblemente exhaustos Lotario y Laura dieron por concluida la clase de aquel día, bueno, de aquella tarde… 


(continuará)


Jorge Romero Gil


 

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