domingo, 25 de diciembre de 2011

Carlos el Calvo III (serendipias francas desencajadas). Encuentros y reencuentros

La furgoneta enfilo la carretera que unía el aparente monasterio con la población más cercana, de la cual provenía. El trayecto fue tranquilo, Carlos permanecía agachado en el asiento trasero mientras escuchaba el diálogo entre el chofer y su compañero.

-Espero desplumar a Vicente –dijo Julian, el chofer-, juega fatal, se le ve enseguida por dónde va y que juego tiene, menos mal que tú y yo vamos juntos.

Joaquín, su compañero, contestó:

-Sí, ¡jajaja! podríamos llamarnos los “JJ”, tienes razón, Vicente es un pardillo, y mira que el hombre hace años que juega con nosotros, pero no hay manera siempre pierde y hace perder a su pareja de turno, lo malo es encontrar a alguien que quiera jugar con él, en fin, hoy a picado el farmacéutico, pobre…

-Bueno –respondió Julian-, los carajillos nos van a salir gratis, eso seguro.

El viaje prosiguió sin mayores incidencias, la furgoneta llegó al pueblo y estacionó frente al bar-casino del mismo,. Julian y Joaquín bajaron de la misma y franquearon la entrada del casino sin preocuparse en echar la llave, en aquella población nunca pasaba nada, todo el mundo se conocía y, aunque no hubiese sido así ¿quién iba a querer robar una vieja furgoneta de reparto? Eso facilitó las cosas a Carlos, espero unos instantes y bajó del vehículo.

El atuendo de Carlos no era demasiado discreto, el hábito de monje llamaba en exceso la atención y, aunque en el pueblo conocían de sobras la cercana institución monástica, todos los parroquianos se hubiesen sorprendido de ver a uno de los monjes fuera de su ubicación natural, aún más a aquellas horas y aún más cuando aquellos monjes llevaban una vida de clausura. Así que Carlos se desplazó sigilosamente hacia algunas casas cercanas, le ayudó a pasar desapercibido el hecho de que ya superada la hora de cenar no había nadie por la calle, la gente estaba recogida en sus casas o bien –como Julian y Joaquín- en bar-casino. Tras un breve reconocimiento Carlos localizó una casita de una sola planta, con patio trasero y ropa tendida en él, no le costó demasiado acceder al patio y una vez allí localizó un atuendo que le pareció ideal: unos pantalones tejanos de color negro y un jersey de cuello de cisne del mismo color, Fortuna volvía a jugar a su favor: eran de su talla. Carlos se hizo con ellos y se quitó el hábito monacal, abrió el viejo –aunque de buena calidad- maletín de cuero negro que había cogido en el despacho del “Monasterio”, doblo el habito y lo guardó allí, extrajo del maletín uno de los fajos de billetes de cincuenta euros, le quitó la banda y se lo introdujo en el bolsillo de su recién adquirido pantalón, lo mismo hizo con su documentación –rescatada también del escondite tras el Sagrado Corazón-, de los billetes de cincuenta euros deslizó uno por la rendija de una ventana enrejada que, a todas luces, daba a la cocina de la vivienda, esperaba que sus ocupantes entendiesen que era compensación por la ropa que había sustraído, Carlos no quería robar ni dejar cuentas pendientes, por el contrario, pretendía pasarlas a quienes le habían robado a él varios años de su vida y…su fe.

Carlos se dirigió entonces al casino, sabía que Vicente, el taxista, se encontraba en él jugando al mus con los habituales de tales partidas –el équipo “JJ”- y el partenaire de turno que le había tocado en suerte –y en desgracia para el mismo-. Entró Carlos en el casino, como allí cualquier forastero era una novedad y una rareza las miradas se volvieron hacia él, Carlos, sacando del bolsillo unos cuantos billetes de cincuenta euros, planteó:

-Disculpen, me han dicho que el taxista se encuentra aquí, ya sé que no son horas pero necesito sus servicios, pagaré lo que sea preciso si está dispuesto a llevarme.

Vicente observó al peculiar recién llegado, su aspecto impresionaba: musculoso, completamente rapado, vestido de negro, unas sandalias de cuero (tal vez la nota más incongruente de su indumentaria), con un maletín -también de cuero negro- en una mano y…un buen puñado de billetes de cincuenta euros en la otra, y una expresión…inescrutable, casi pétrea –por completo diferente a la del antiguo Carlos- . El taxista ponderó la situación, era rara, desde luego, pero sus ojos no podían apartarse de aquellos billetes, así que, finalmente, se levantó de la mesa de juego y dijo:

-Servidor de usted caballero, pero a estas horas ya no estoy de servicio, y estoy jugando con los compadres…el viaje le va a costar caro…

Carlos lo observó con cara de poker más que de mus, y le contestó:

-No se preocupe, termine la partida, no tengo prisa, cuando usted diga nos vamos y por el precio de la carrera no hay problema, lo que usted calcule estará bien para mi.

Vicente repuso:

-Muy bien, entonces de acuerdo, acabo la partida y vamos dónde me indique.

No tardó mucho el taxista en terminar la partida, como habían previsto Julian y Joaquín el previsible Vicente perdió con la celeridad acostumbrada en él –para disgusto del farmacéutico-, así que se levantó y le dijo a Carlos que se encontraba en la barra:

-Cuando usted quiera.

El antaño locuaz Carlos –demasiado, ignoraba él que su locuacidad había sido el inicio de su tormento- respondió lacónicamente:

-Vamos.

Salieron del casino y subieron al taxi de Vicente, el taxista no se molestó en poner en marcha el taxímetro, pensaba cobrar a precio fijo –y cobrarlo bien-, dijo a su singular cliente: -¿adónde?-. Carlos le indicó su ciudad de origen, Vicente, sorprendido se volvió y mirando a Carlos dijo:

-Paisano, eso le va a costar a usted 600 euros, gasolina de ida y vuelta al margen

Carlos, le respondió nuevamente y sin desviar un ápice la mirada:

-Vamos.

-¡Pues muy bien! –dijo Vicente, intuyendo que aún podía haberle sacado más a su pasajero-

El taxi arrancó, Carlos se acomodó en el asiento trasero, el taxista pensaba en el dinero que aquella improvista carrera iba a proporcionarle, el pasajero pensaba en encontrarse con el antiguo canciller Bernardo –ahora obispo- y reencontrar a su hermano Lotario. Cuando pensaba en el primero la ira se apoderaba de él –aunque no lo demostraba-, cuando pensaba en el segundo lo hacia la ternura y un sentimiento fraterno que en los años de normalidad jamás había tenido.



Jorge Romero Gil




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