viernes, 23 de diciembre de 2011

Carlos el Calvo II (serendipias francas desencajadas). Fugas y casinos

Como se ha dicho en la institución que albergaba a Carlos la rutina lo era todo, tenía además otra característica: que por fuera era todo modernidad y última tecnología y por dentro rezumaba arcaísmo, hasta por sus poros -si los hubiera tenido-. En el fondo era fiel reflejo de la fuente de la que manaba, hasta podría hacerse una cita bíblica, aquello de los sepulcros blanqueados, más o menos los tiros iban por ahí.

El arcaísmo, además, era voluntario, se consideraba que las raíces eran importantes, y se deseaba ser fiel a las mismas, sucede que las raíces eran venerables por ser raíces no por sus valores, eran venerables porque daban antigüedad, lo que significaba que sus maneras se convertían en costumbre, la costumbre mudaba en moral y pretendían que su moral pasase a convertirse en ley. Eso de puertas para afuera era política -su política- de puertas para adentro era axioma cuando no dogma.

Carlos iba a aprovecharse de esa manera de hacer y esa filosofía de fondo, su celda estaba cerrada por una viejísima cerradura -mohosa- que manejaba el hermano portero con una de las grandes llaves del manojo que portaba. Se abría y cerraba puntual e invariablemente: para ir a los refectorios, las oraciones, los ejercicios espirituales, en definitiva en función del protocolo propio de la institución: a las mismas horas y mismos momentos, día tras días, mes tras mes, año tras año...

Como se ha indicado la actitud de Carlos se había valorado mal, como se le pensaba sumiso jugaba a favor suyo, además de la rutina invariable, la relajación de quienes debían vigilarle, relajación por la escasa costumbre de tener que mantener vigilancia estrecha sobre los internos -que habitualmente estaban allí voluntariamente, sea por aceptación de penitencia, sea por estar de paso hacia otro destino, sea por estar escondidos...- y, como se ha dicho, por la actitud reflejada por Carlos.

A temprana hora el hermano portero cerraba la celda de Carlos y...se despreocupaba hasta que la rutina volvía a ocuparlo en abrirla, Carlos disponía, pues, de muchas horas entre un momento y otro, disponía además de otra cosa: una ganzúa de fabricación casera. Era ésta un alambre fuerte y doblado por la punta, hubiese sido inservible en una cerradura moderna, era del todo funcional en aquella antigualla, propia de encierro inquisitorial.

Carlos ya había hecho sus ensayos y sus salidas nocturnas para examinar el lugar, conocía, pues, éste a fondo, no sólo el itinerario a seguir para salir de él sino algo más: sus secretos, y hay que decir que eran muchos. Lo primero, la huida, hubiera podido llevarla a cabo hacia un tiempo, pero Carlos no solo quería huir, quería ajustar cuentas y pasar las facturas correspondientes, y para esto último los secretos que se guardaban en aquel lugar eran instrumento valiosísimo, Carlos los había intuido dada la naturaleza de la institución, en consecuencia en sus incursiones nocturnas los había buscado y...encontrado, aquello sería el arma de su venganza.

A la hora prevista Carlos abrió facilmente la puerta de su celda con la ganzúa improvisada, miro con cuidado a izquierda y derecha del pasadizo -la rutina era la rutina pero la ley de Murphy era la ley de Murphy, nunca estaba de más toda precaución- y se deslizó por él en dirección al despacho del superior de aquella casa. Dado el amor reinante por el “arcaísmo interior” la habitación estaba cerrada con el mismo tipo de paño que la celda de Carlos, así que la misma ganzúa realizó las mismas funciones liberadoras y la puerta franqueó el paso. Una vez dentro Carlos fue directo a la talla del Sagrado Corazón que aparentemente se encontraba colgada en la pared al lado de un crucifijo, en realidad era una puertecilla de simple mecanismo -recordemos que lo arcaico era valor en ese reino-, de la figura presionó en el centro mismo del Corazón, se escuchó un débil “clic” y el escondite que había tras la talla se abrió revelando sus secretos -ya conocidos por Carlos-. El escondite era un hueco de tamaño regular y Carlos hurgó en él cogiendo lo que previamente había escogido, juzgaba que aquel material -realmente “perlas”- bastaría y sobraría para vindicarse, dejó el resto -excepto unos fajos de billetes de 50, 100, 200 y 500 euros- y salió cerrando cuidadosamente el despacho.

Desde allí fue hacia la cocina y las despensas, aquí tenía que tener mayor cuidado y aplicar los movimientos sigilosos y ágiles que largamente había practicado en la soledad de su celda, pues el hermano portero -con sus llaves en el cinto- se encontraba en ella atendiendo a los proveedores de aquel día -ya noche- que todos los jueves traían las vituallas necesarias para la mañana siguiente y para varios días más. La entrada que de la cocina daba al patio se encontraba abierta ofreciéndose a las puertas traseras de una furgoneta de cierto tamaño que, a su vez, se abrían de par en par. El portero vigilaba desganadamente el trasiego de los mozos descargando la mercancía y llevándola a la despensa, de tanto en tanto el portero los acompañaba para indicar donde dejar esto o aquello, fue una de estas ocasiones la que aprovechó Carlos para colarse, sin hacer ruido, en la furgoneta por la puerta de atrás y, posteriormente, con sigilo pasar a los asientos que había tras los de los conductores y acurrucarse cuidadosamente en el suelo.

Era una fuga que hubiera sido imposible en otro sitio, pero todo allí estaba enfocado para vigilar la entrada más que las salidas y toda tecnología se empleaba para escrutar el perímetro externo y no las interioridades de la mansión, dónde regía, como se ha expuesto, lo arcaico, como dogma y -en un plano subliminal- como reafirmación orgullosa de los valores representados por quién sustentaba aquel lugar.

Todo fue sobre ruedas: los conductores cerraron las puertas traseras de la furgoneta y se despidieron por aquella noche del hermano portero, éste cerró las puertas de la cocina -echando mano a su manojo de llaves- y accionó el incongruente -dado el entorno- mecanismo electrónico que abría la modernísima puerta del recinto exterior, las cámaras del mismo sólo escrutaban éste, así que sólo registraron la salida habitual de la habitual furgoneta de reparto de los habituales jueves...pura rutina. Carlos no fue detectado y, tranquilamente marchó con sus involuntarios porteadores.

Sabía Carlos -de oídas, por las conversaciones de los mozos que descargaban las provisiones-, que a aquellas horas funcionaba aún el casino del pueblo más cercano, eso le recordaba a su hermano Lotario, gran aficionado a otro tipo de casinos, sonrió, pensando no sin ternura en su hermano, y en las vueltas que daba la vida -la rueda de la Fortuna que citaba Boecio- pues lo que antes tenía por vicio y despreciaba ahora lo veía con ojos bien distintos: Lotario había hecho muy bien en ser un “crápula”, si acaso lo único malo era ese afán de jugárselo todo, de tanto en tanto, sin sentido por el gusto de sentir la subida de la adrenalina, pero ese era ahora reproche práctico, exento por completo de las antiguas valoraciones morales.

La furgoneta que tras el reparto de los jueves salía a altas horas de la noche -para el horario de la institución religiosa a la que suministraba- hacia parada invariable en el bar-casino del pueblo, pues allí se juntaban sus conductores a otros parroquianos a desgranar largas partidas de mus. Por las conversaciones de los propios chóferes Carlos sabía eso, sabía también que era lugar público y sabía que el taxista -el único- de aquella población era otro.



Jorge Romero Gil


 

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